viernes, 21 de julio de 2017

Siestas de holganza

El verano, para nosotros, comenzaba una vez que habíamos pasado el trago de recibir las calificaciones escolares. Durante días acechábamos la llegada a nuestras casas de aquel hombre educado y bueno, Adolfo; para nosotros, portador de incertidumbres, enviado por el colegio de los franciscanos y que era el garante de que nuestros padres fueran informados sobre el severo juicio de nuestra trayectoria escolar durante el curso.  Entre San Antonio y San Juan, deambulábamos, avizores de la presencia del temido mensajero o socavando información sobre su itinerario del día anterior. Cuando se consumaba el comunicado y había pasado la tempestad para los que habían cosechado calabazas, llegaba nuestro verdadero asueto. Ello sucedía después de las fiestas de San Juan y se alargaba hasta pasada la feria de San Bartolomé, finalizando el mes de agosto. Hasta entonces cabalgábamos desbocados por nuestra torpe y amartelada pubertad, sin cuaderno de ruta, sorteando vigilancias y agradeciendo al sol su complicidad a la hora de la siesta.