lunes, 15 de diciembre de 2014

El poderoso influjo del maestro de escuela

"El porvenir está en las manos del maestro de escuela".
Víctor Hugo.

Aunque de mediana estatura, D. Juan era hombre de buena presencia, y su edad debía andar por la cincuentena. Regentaba una de las escuelas de Educación Primaria ubicadas en un viejo edificio que se hallaba a un centenar de metros de mi casa. Tras la subida de dos tramos de unas amplias escaleras y girando a la izquierda de un corto pasillo, se hallaba su aula, estrecha, alargada y húmeda, con dos filas de pupitres alineados a una pared repleta de mapas que moría en un amplio ventanal, al fondo, desde el que se permitía avistar aquel patio de tierra y grava en el que se elevaban varios árboles que siempre recordé enormes. En el otro frontal de la clase se hallaban un viejo encerado y la mesa del respetado D. Juan, elevada sobre una escueta tarima desde la que ejercía su magisterio.


No puedo por menos que recordar el alboroto producido, durante el tiempo de recreo, en el reparto de aquella insufrible leche en polvo, a veces acompañada de una ración de queso de color amarillo, que desde primera hora batían en un enorme barril los chicos mayores, provistos de una larga pala que disolvía los grumos de aquel mejunje con que el gobierno norteamericano sobrealimentaba a los niños españoles a cambio de sembrar la patria de bases militares.

La escuela era fría y el único vasallaje que él exigía es que alguno de los más talludos muchachos de la clase acarrease desde su casa el brasero de picón que, cada mañana de invierno, tenía preparado su respetada esposa Dª Concha, unas casas más arriba en aquella empinada calle.


Aquel hombre era honorable en el porte, digno, recto, íntegro, ejemplar, exigente, disciplinado y austero, como pertenecía en aquellos tiempos de miseria. Era amante de una puntualidad canalla que escenificaba ruborizando a quien, tras escusas nimias, cruzaba tarde el umbral de la puerta de entrada una vez iniciada la primera clase de la mañana, con la entonación de aquella estrofa de la zarzuela La del Soto del Parral”, a la que todos nos uníamos alborozados: 

“Siempre me dices lo mismo: 
tus consejos no quiero escuchar 
porque sabes decir muchas cosas, 
cariñosas, engañosas, 
pero nunca te quieres casar.” 

Con él pasamos nuestros primeros años escolares, respetuosos de su autoridad que sólo se tornaba airada, por unos instantes, cuando algún zagal descuidado derramaba el tintero en la castigada superficie de aquellos pupitres repletos de manchas y testigos de la rutina diaria de la escuela.

Superábamos uno a uno los grados de la enciclopedia de Álvarez, de la editorial Miñón, en su obsesivo afán adoctrinador en los ideales del régimen y en los preceptos de la Santa Madre Iglesia, pero desde la que D. Juan se esforzaba por adiestrarnos en el conocimiento de la geografía, las ciencias naturales, la aritmética, la geometría, la ortografía, el uso de la gramática, que apuntalaba con escogidas lecturas de los clásicos, y en los valores humanos más elevados, que nos condujeran siempre como hombres de bien, como él cada día se presentaba ante nosotros.


Aquel verano de 1961, creo que por azar, transformó mi existencia gracias a su tenacidad, la de mi primer maestro, Don Juan, quien apremió a mis padres para que realizara los exámenes de ingreso en bachillerato y los orientó para que solicitaran aquella beca del PIO franquista (Patronato de Igualdad de Oportunidades) a la que accedí, tras demostrar mi familia su escasez de recursos económicossuperando un curioso test de inteligencia en el instituto público de la capital de la provincia. Para renovarla en cursos sucesivos, debería alcanzar una nota media de notable y que persistieran las condiciones económicas de mis progenitores. Pero eso ya dependería de mi constancia.

En los años siguientes cursé los estudios de bachillerato en el colegio de los franciscanos de mi pueblo, gracias a la beca del PIO y a los réditos del pluriempleo agotador de mi padre. Eran aquellos tiempos de escasas expectativas para la clase trabajadora, en los que la supervivencia era el gran motivo existencial para la mayoría. A finales de esa década, la pandilla de amigos de mi infancia, que como mucho sólo tuvieron la oportunidad de recibir una formación profesional de mínimos, se vio dinamitada por la emigración que era la única esperanza, como ahora. Fuerte ironía.

Poco a poco tomaba conciencia de la fortuna que había recaído sobre mí. Llegué a soñar con ser científico, o matemático, o corresponsal periodístico, o ingeniero… Pero la beca del PIO nunca dio para tanto. De momento sería suficiente con alcanzar una plaza de maestro de primaria. Desde ella comencé a descubrir que en las paredes de la escuela se hallaba la frontera entre el inmovilismo y la posibilidad de transformar el mundo.

Feliz Navidad, D. Juan. Allá donde se halle, seguro que cerca de las estrellas y el mar, reciba el homenaje que nunca pude hacerle como yo hubiera deseado. Feliz Navidad para todos. 


A.J.G.G.


8 comentarios:

  1. Es una bonita y precisa pincelada que retrata fielmente tu sentimiento por aquel Don Juan de tu infancia. Todos tuvimos un Don Juan en nuestras vidas que se quedó sellado en nuestra memoria para siempre....
    Me uno a ese homenaje íntimo y sincero para aquel maestro que,en cada uno de nosotros, supo dejar su huella....

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  2. La cultura de un pueblo, es el mejor arma contra el atropello. Un saludo.

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    1. Comparto lo que dices, la educación y la cultura son las mejores armas frente a la injusticia. Saludos.

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  3. Muy buen post, que ensalza los valores de la educación en nuestra historia pasada y presente, representados en la dignísima labor docente del maestro de escuela.
    Un abrazo

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